"Crónica de los días, que ya no son"
Antología poética (2001-2015)
Mónica González Velázquez
(El quirófano ediciones, 2016)
P r ó l o g o
Si la poesía es un signo de los tiempos,
los poemas de Mónica González Velázquez son una insignia de los reinos perdidos
en la gran ciudad de México. Poesía señalada por su origen, en el caos y
vértigo de la metrópoli. Poemas que nacen como una ingeniería de la
sensibilidad posible en una ciudad imposible pero sostenida con alfileres.
Sueños que son también sombras de otras vidas. Itinerarios en el mundo en
llamas. Eso es lo que los poemas de González evocan al traer a la mesa la
discusión por cuál es el lugar de la poesía en este inmenso tianguis que se
llama Tardomodernidad o Hipercapitalismo. En dónde se coloca la imaginación si
todo es una mercancía que persigue la utilidad y la ganancia. En la imaginación
no hay posibilidad de intercambio: lo que das no equivale a lo que recibes. No
hay transacción posible porque no hay equivalencia posible. La imaginación es
la derrota del capital. Y el mundo arde en llamas, continúa la poeta. Por eso
la poesía de Mónica es una advertencia para futuros viajeros. Imaginación
poética, esa danza de insignias, sueños y sentidos posibles para la materia de
las palabras, para los sonidos encerrados en la palabra.
Y al centro de todo: un árbol y su
corazón. En medio de todo el caos posible por las metrópolis sucesivas que no dejan
espacio para la contemplación, aparece como un refugio el árbol, que permite
hacer una pausa y contemplar el propio cuerpo como una extensión de la
naturaleza. El árbol descorazonado que comparte aureolas con nosotros, que
comparte reflejos en la orilla de la cama y que sabe nuestro nombre secreto, el
que solo las flores escuchan cuando caminamos por los camellones centrales de
Reforma. Pero a la vez la electricidad que verifica nuestras ondas cerebrales,
ajustando su transmisión con el resto de los sujetos, ese flujo electrónico
sale también del corazón del árbol. Esa mínima ecología que habita, aunque no
queramos, en los poemas. Y que persevera como guardián nuestro. La certeza nos
permite asomar al vestigio de una resistencia por medio de la palabra y sus
significados ocultos.
Si algo anima a esta colección es una
voluntad de forma: me explico. Hay en cada poema la necesidad de plantearse
como un problema formal desde dos orillas: la evolución tipográfica como
acotaciones para ejecución de una partitura; y dos, desde la sonoridad
propuesta en la múltiple suma de recursos retóricos que imponen una voz única a
estos poemas. Poema es sonido, poema es grafía. Poema es partitura. Poema es
concierto de voces. Poemas para cantar en compañía de la ciudad entera.
Poeta con una fuerte ligazón urbana como
sus queridos Max Rojas, o el codiciado cocodrilo Efraín Huerta, los poemas de
Mónica desgranan una forma de habitar lo inhabitable: la megalópolis que se
resiste a cualquier forma de vida que no sea la suficientemente entregada a los
ritmos del capital. Poemas que trazan una ruta diaria entre la imaginación, los
afectos, la sensibilidad de los tiempos y una urbe que se echa para atrás
cuando se trata de aprehenderla aunque sea desde nuestra única experiencia. Nada
hay más parecido al infinito borgiano que la suma de amores trágicos o felices
que pueblan los rincones y las avenidas de la ciudad. Entonces, la poeta con
sus antenas desplegadas pasa electricidad entre esa maravilla de caos y la
tierra original que se esconde, trémula, bajo el cieno de miles de muertos.
Poeta conductor, poeta flujo, lo que hace es preservar, otra vez, una forma
originaria de estar en el mundo. Los poetas son pararrayos de Dios.
Y al final de todo una plegaria, porque
el poema es también una oración laica, una petición de principios al universo:
Que nadie empañe la felicidad del mundo.
Que se conserve intacta la alegría y que
todos puedan escandir la copa en el pozo
del amor. Que nadie empañe la felicidad del mundo.
Luis
Alberto Arellano. Querétaro; México 2016.