(Guayaquil, Ecuador; 2016) |
Dice Giorgio
Agamben en El fuego y el relato que la parábola establece una semejanza entre
el Reino –de los cielos en este caso- y algo que se encuentra aquí y ahora
sobre la Tierra. Esto quiere decir que la experiencia del Reino pasa por la
percepción de una semejanza y, que sin dicha semejanza, es imposible para los
hombres la comprensión del Reino. El Reino, expresado mediante la parábola es
un acontecimiento: la red arrojada al mar y que recoge todo tipo de peces, el
tesoro que un hombre encuentra en el campo y, prosigue Agamben, el gesto del
que siembra. Así, el Reino se convierte en un discurso cifrado que sólo
comprenden aquellos que deberían comprenderlo pero que, al mismo tiempo, exhibe
su misterio.
En los poemas de
Mónica González Velázquez (Ciudad de México, 1973) el Reino es una insignia de
lugares perdidos. El Reino es un lugar que nos llama; es memoria y es tiempo.
En ese transitar, Mónica se mueve por el poema de forma lenta, cadenciosa, como
en el inicio de una danza que absorbe todo el vértigo y el caos de la ciudad
que la rodea. El poema, como el cuerpo, es un lugar que se recorre lento, de
forma contemplativa: El hombre asciende
las ruinas de su cuerpo, dice en el poema “Nunca más silencio”. Sitio de
ruinas, muchas veces, la gran ciudad se vuelve un despojo de la memoria, piedra
de toque en la memoria, habitable sí, pero ajena, quebrada: Soy un cuerpo fragmentado / ola espiral en
danza rota, Las piedras gritan los
nombres de los que ya se han ido, de los que rastrean los cuerpos de cuerpos
ajenos, de los que no descienden, se lee en “La bruma se dispersa” y “Eva
en el paraíso”, respectivamente. De este modo, el poema reside en una grieta,
una herida que respira y se niega al bullicio sabiendo que ahora todos los nombres / son uno mismo. Y esa
negación, ese contraerse es el sentido de su existencia: Nunca, nunca, nunca más la herida, escribe Mónica en “Renunciación”.
Bataille, en
1993, escribió que el término de la
poesía, significa en efecto, de la manera más precisa, creación por medio de la
pérdida. En “Crónica de los días que ya no son” (El Quirófano Ediciones,
2016), Mónica González Velázquez hace patente este principio por medio de la saturación
sonora que la ciudad provoca en medio de movimientos como insignias que nos
hacen recordar la brevedad y su capacidad de resistencia: En ésta fe ciega (a destellos cordura) / con un dedo en la frente (insignia-insgne-insignificante) / viene a decirme que esta historia / de tan intensa ya no existe. / ah! La brevedad, malsana resistencia (la
existencia), dice en "Presagio 2".
Silvio Mattoni
escribe a propósito de los efectos de la creación por medio de la pérdida: Sin duda que tal como las prácticas del
gasto improductivo, es decir, el lujo, el derroche, la guerra, la experiencia
mística, el erotismo, se oponen al orden de la producción de bienes, de la
conservación y reproducción mecánica de la sociedad, así también la poesía se
opondría al orden acumulativo del lenguaje, a la transmisión de un saber
utilizable. Esta oposición al orden acumulativo del lenguaje implica
retirar el velo de la instrumentalidad de las palabras, esto es, que dejen de designar
y sacrifiquen el sentido en favor de un ritmo, de un movimiento, un acto propiciatorio.
Tal y como la parábola tiene forma de comparación, así la palabra que devuelve
al Reino está destinada a comprenderse en su literalidad, pero eso evitaría el
recorrido, la soledad. La instrumentalidad de la palabra del Reino esquivaría
todo acto solitario. Dice Agamben: “No entender ya la palabra del Reino es una
condición poética”. Sólo los grandes
solitarios emprenden largas caminatas, tejo la palabra, rememoro y aguardo el
regreso de los días, escribe Mónica. La palabra del Reino está vaciada de
sentido y nombra, a tientas (mis palabras
son la voz del ciego), para no decir, sino para llamar (Conjuro tu historia a otra historia, tu
nombre a otro nombre) y comprender
la letra, volverse parábola, porque la parábola siempre habla como si no fuera
el Reino (porque no voy a permanecer en
este reino al amanecer) y, sin embargo el Reino (Para construir reinos perdidos / junto al mar).
En medio de ese
Reino reconstruido, escribe Mónica: Hay
en estas líneas el presagio del fin del mundo. Porque lo inmóvil no es lo
que busca y dice: Corro por un bosque de
palabras, en este juego de periferias y acercamientos virtuales. Hasta que
levanta su árbol, como insignia de la vida y la danza que aún habita debajo de
todo el bullici trémulo de la ciudad, como esperanza ecológica ante el fin del
mundo-Reino-reconstruido, como huella de su paso por la ciudad: el corazón de un árbol / soy / soy, y
danza, también el latido del amor como esperanza que recorre con mayor
intensidad y franqueza los últimos poemas de este libro.
En Crónica de los días, que ya no son,
Mónica se apega a un registro que tiene como referentes inmediatos a Efraín
Huerta, Max Rojas y José Emilio Pacheco. No obstante, la misma Mónica se
encarga de hacer explicitas otras referencias –Leopoldo María Panero, Guillermo
Fernández, Cesare Pavese-, de ahí que sus poemas busquen siempre la movilidad,
el tránsito. El impulso verbal que anima esta colección se ve complementado por
componentes visuales que recuerdan a Mallarmé, Marinetti o Apollinaire y que configuran
una música alterna al mismo ritmo que ya tienen los poemas, llevándolos a
simular una partitura que provoca que se multipliquen los recursos retóricos y
las acotaciones para dotar a cada texto de una voz única. Estos recursos
tipográficos y visuales parecen decirnos que las palabras son la presencia, la
reconstrucción, la resistencia.
Crónica de los días, que ya no son, es
un itinerario de viaje a lo largo de siete libros, es la poesía que se levanta
para ocupar su lugar entre los escombros, entre el ruido de la ciudad, es el
llamado al Reino, pero sobre todo, es una forma de estar en el mundo.
Hasta aquí había
pensado en decir algo acerca de Luis Alberto Arellano y de Mónica y de mí, pero
las palabras comienzan a fallar. Este libro, plagado de pérdidas, de lugares
grabados en la memoria en medio de todo el caos posible y la poeta, ahí, en
medio de todo, receptiva siempre, en movimiento siempre; decía, este libro es
también una celebración del lugar, del lugar aquel al que sólo podemos acudir no
nombrando, sino únicamente, y eso con muy poca certeza, llamando. El lugar en
donde alguien ejecuta una breve “danza de insignias, sueños y sentidos”. Ese
alguien, quiero creer, es Luis Alberto, que de seguro festejaría la
presentación de este libro hoy, aquí, con todo nosotros. Por eso quiero repetir
las últimas frases del prólogo, escrito por el mismo Luis Alberto, no como una
sentencia, sino como una celebración de su vida, de esta escritura con la que
Mónica nos lo trae y nos lo acerca. Digo, junto a él:
“Que nadie
empañe la felicidad del mundo”.
Que se conserve
intacta la alegría y que todos puedan escandir la copa en el pozo del amor.
Que nadie empañe
la felicidad del mundo.
Juan Antonio Alfaro
S.L.P.
/ 03 de marzo de 2017
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